El celoso estremeño


Vengo de clases con Bartolomé Díaz, donde estoy profundizando con la guitarra barroca. El maestro me puso una tarea: leer "El celoso estremeño": en esa "Novela Ejemplar" de Miguel de Cervantes y Saavedra hay un episodio sobre una lección de guitarra. Quiero compartir con todos ustedes su lectura, porque parte de ese espíritu dionisíaco, profundo y profundamente barroco, visceral es el que imbuye a nuestra guitarra barroca. Pronto os comentaré sobre lo que se está preparando al respecto. Mientras tanto, disfrutad de la lectura!!!
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Novela del Celoso estremeño (extracto)
Por Miguel de Cervantes y Saavedra
(En la primera parte de la novela se narra cómo el anciano Carrizales, casado con la bella Leonora, siendo celoso la encerró en una casa con todas las comodidades. Loaysa, un " virote (mozo soltero, que a los recién casados llaman mantones)" quería saber qué ocultaba Carrizales y por qué. Así que se ganó la confianza del negro Luis, prometiéndole que le enseñaría a tocar la guitarra)

(...) ­Yo ­respondió Loaysa­ soy un pobre estropeado de una pierna, que gano mi vida pidiendo por Dios a la buena gente; y, juntamente con esto, enseño a tañer a algunos morenos y a otra gente pobre; y ya tengo tres negros, esclavos de tres veinticuatros, a quien he enseñado de modo que pueden cantar y tañer en cualquier baile y en cualquier taberna, y me lo han pagado muy rebién.
­Harto mejor os lo pagara yo ­dijo Luis­ a tener lugar de tomar lición; pero no es posible, a causa que mi amo, en saliendo por la mañana, cierra la puerta de la calle, y cuando vuelve hace lo mismo, dejándome emparedado entre dos puertas.
­¡Por Dios!, Luis ­replicó Loaysa, que ya sabía el nombre del negro­, que si vos diésedes traza a que yo entrase algunas noches a daros lición, en menos de quince días os sacaría tan diestro en la guitarra, que pudiésedes tañer sin vergüenza alguna en cualquiera esquina; porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar, y más, que he oído decir que vos tenéis muy buena habilidad; y, a lo que siento y puedo juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada, debéis de cantar muy bien.
­No canto mal ­respondió el negro­; pero, ¿qué aprovecha?, pues no sé tonada alguna, si no es la de La Estrella de Venus y la de Por un verde prado, y aquélla que ahora se usa que dice:
A los hierros de una reja
la turbada mano asida...
­Todas ésas son aire ­dijo Loaysa­ para las que yo os podría enseñar, porque sé todas las del moro Abindarráez, con las de su dama Jarifa, y todas las que se cantan de la historia del gran sofí Tomunibeyo, con las de la zarabanda a lo divino, que son tales, que hacen pasmar a los mismos portugueses; y esto enseño con tales modos y con tanta facilidad que, aunque no os deis priesa a aprender, apenas habréis comido tres o cuatro moyos de sal, cuando ya os veáis músico corriente y moliente en todo género de guitarra.
A esto suspiró el negro y dijo:
­¿Qué aprovecha todo eso, si no sé cómo meteros en casa?
­Buen remedio ­dijo Loaysa­: procurad vos tomar las llaves a vuestro amo, y yo os daré un pedazo de cera, donde las imprimiréis de manera que queden señaladas las guardas en la cera; que, por la afición que os he tomado, yo haré que un cerrajero amigo mío haga las llaves, y así podré entrar dentro de noche y enseñaros mejor que al Preste Juan de las Indias, porque veo ser gran lástima que se pierda una tal voz como la vuestra, faltándole el arrimo de la guitarra; que quiero que sepáis, hermano Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus quilates cuando no se acompaña con el instrumento, ora sea de guitarra o clavicímbano, de órganos o de arpa; pero el que más a vuestra voz le conviene es el instrumento de la guitarra, por ser el más mañero y menos costoso de los instrumentos.
­Bien me parece eso ­replicó el negro­; pero no puede ser, pues jamás entran las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano de día, y de noche duermen debajo de su almohada.
­Pues haced otra cosa, Luis ­dijo Loaysa­, si es que tenéis gana de ser músico consumado; que si no la tenéis, no hay para qué cansarme en aconsejaros.
­¡Y cómo si tengo gana! ­replicó Luis­. Y tanta, que ninguna cosa dejaré de hacer, como sea posible salir con ella, a trueco de salir con ser músico.
­Pues ansí es ­dijo el virote­, yo os daré por entre estas puertas, haciendo vos lugar quitando alguna tierra del quicio; digo que os daré unas tenazas y un martillo, con que podáis de noche quitar los clavos de la cerradura de loba con mucha facilidad, y con la misma volveremos a poner la chapa, de modo que no se eche de ver que ha sido desclavada; y, estando yo dentro, encerrado con vos en vuestro pajar, o adonde dormís, me daré tal priesa a lo que tengo de hacer, que vos veáis aun más de lo que os he dicho, con aprovechamiento de mi persona y aumento de vuestra suficiencia. Y de lo que hubiéremos de comer no tengáis cuidado, que yo llevaré matalotaje para entrambos y para más de ocho días; que discípulos tengo yo y amigos que no me dejarán mal pasar.
­De la comida ­replicó el negro­ no habrá de qué temer, que, con la ración que me da mi amo y con los relieves que me dan las esclavas, sobrará comida para otros dos. Venga ese martillo y tenazas que decís, que yo haré por junto a este quicio lugar por donde quepa, y le volveré a cubrir y tapar con barro; que, puesto que dé algunos golpes en quitar la chapa, mi amo duerme tan lejos desta puerta, que será milagro, o gran desgracia nuestra, si los oye.
­Pues, a la mano de Dios ­dijo Loaysa­: que de aquí a dos días tendréis, Luis, todo lo necesario para poner en ejecución nuestro virtuoso propósito; y advertid en no comer cosas flemosas, porque no hacen ningún provecho, sino mucho daño a la voz.
­Ninguna cosa me enronquece tanto ­respondió el negro­ como el vino, pero no me lo quitaré yo por todas cuantas voces tiene el suelo.
­No digo tal ­dijo Loaysa­, ni Dios tal permita. Bebed, hijo Luis, bebed, y buen provecho os haga, que el vino que se bebe con medida jamás fue causa de daño alguno.
­Con medida lo bebo ­replicó el negro­: aquí tengo un jarro que cabe una azumbre justa y cabal; éste me llenan las esclavas, sin que mi amo lo sepa, y el despensero, a solapo, me trae una botilla, que también cabe justas dos azumbres, con que se suplen las faltas del jarro.
­Digo ­dijo Loaysa­ que tal sea mi vida como eso me parece, porque la seca garganta ni gruñe ni canta.
­Andad con Dios ­dijo el negro­; pero mirad que no dejéis de venir a cantar aquí las noches que tardáredes en traer lo que habéis de hacer para entrar acá dentro, que ya me comen los dedos por verlos puestos en la guitarra.
­Y ¡cómo si vendré! ­replicó Loaysa­. Y aun con tonadicas nuevas.
­Eso pido ­dijo Luis­; y ahora no me dejéis de cantar algo, porque me vaya a acostar con gusto; y, en lo de la paga, entienda el señor pobre que le he de pagar mejor que un rico.
­No reparo en eso ­dijo Loaysa­; que, según yo os enseñaré, así me pagaréis, y por ahora escuchad esta tonadilla, que cuando esté dentro veréis milagros.
­Sea en buen hora ­respondió el negro.
Y, acabado este largo coloquio, cantó Loaysa un romancito agudo, con que dejó al negro tan contento y satisfecho, que ya no veía la hora de abrir la puerta.
Apenas se quitó Loaysa de la puerta, cuando, con más ligereza que el traer de sus muletas prometía, se fue a dar cuenta a sus consejeros de su buen comienzo, adivino del buen fin que por él esperaba. Hallólos y contó lo que con el negro dejaba concertado, y otro día hallaron los instrumentos, tales que rompían cualquier clavo como si fuera de palo.
No se descuidó el virote de volver a dar música al negro, ni menos tuvo descuido el negro en hacer el agujero por donde cupiese lo que su maestro le diese, cubriéndolo de manera que, a no ser mirado con malicia y sospechosamente, no se podía caer en el agujero.
La segunda noche le dio los instrumentos Loaysa, y Luis probó sus fuerzas; y, casi sin poner alguna, se halló rompidos los clavos y con la chapa de la cerradura en las manos: abrió la puerta y recogió dentro a su Orfeo y maestro; y, cuando le vio con sus dos muletas, y tan andrajoso y tan fajada su pierna, quedó admirado. No llevaba Loaysa el parche en el ojo, por no ser necesario, y, así como entró, abrazó a su buen discípulo y le besó en el rostro, y luego le puso una gran bota de vino en las manos, y una caja de conserva y otras cosas dulces, de que llevaba unas alforjas bien proveídas. Y, dejando las muletas, como si no tuviera mal alguno, comenzó a hacer cabriolas, de lo cual se admiró más el negro, a quien Loaysa dijo:
­Sabed, hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no nace de enfermedad, sino de industria, con la cual gano de comer pidiendo por amor de Dios, y ayudándome della y de mi música paso la mejor vida del mundo, en el cual todos aquellos que no fueren industriosos y tracistas morirán de hambre; y esto lo veréis en el discurso de nuestra amistad.
­Ello dirá ­respondió el negro­; pero demos orden de volver esta chapa a su lugar, de modo que no se eche de ver su mudanza.
­En buen hora ­dijo Loaysa.
Y, sacando clavos de sus alforjas, asentaron la cerradura de suerte que estaba tan bien como de antes, de lo cual quedó contentísimo el negro; y, subiéndose Loaysa al aposento que en el pajar tenía el negro, se acomodó lo mejor que pudo.
Encendió luego Luis un torzal de cera y, sin más aguardar, sacó su guitarra Loaysa; y, tocándola baja y suavemente, suspendió al pobre negro de manera que estaba fuera de sí escuchándole. Habiendo tocado un poco, sacó de nuevo colación y diola a su discípulo; y, aunque con dulce, bebió con tan buen talante de la bota, que le dejó más fuera de sentido que la música. Pasado esto, ordenó que luego tomase lición Luis, y, como el pobre negro tenía cuatro dedos de vino sobre los sesos, no acertaba traste; y, con todo eso, le hizo creer Loaysa que ya sabía por lo menos dos tonadas; y era lo bueno que el negro se lo creía, y en toda la noche no hizo otra cosa que tañer con la guitarra destemplada y sin las cuerdas necesarias.
Durmieron lo poco que de la noche les quedaba, y, a obra de las seis de la mañana, bajó Carrizales y abrió la puerta de en medio, y también la de la calle, y estuvo esperando al despensero, el cual vino de allí a un poco, y, dando por el torno la comida se volvió a ir, y llamó al negro, que bajase a tomar cebada para la mula y su ración; y, en tomándola, se fue el viejo Carrizales, dejando cerradas ambas puertas, sin echar de ver lo que en la de la calle se había hecho, de que no poco se alegraron maestro y discípulo.
Apenas salió el amo de casa, cuando el negro arrebató la guitarra y comenzó a tocar de tal manera que todas las criadas le oyeron, y por el torno le preguntaron:
­¿Qué es esto, Luis? ¿De cuándo acá tienes tú guitarra, o quién te la ha dado?
­¿Quién me la ha dado? ­respondió Luis­. El mejor músico que hay en el mundo, y el que me ha de enseñar en menos de seis días más de seis mil sones.
­Y ¿dónde está ese músico? ­preguntó la dueña.
­No está muy lejos de aquí ­respondió el negro­; y si no fuera por vergüenza y por el temor que tengo a mi señor, quizá os le enseñara luego, y a fe que os holgásedes de verle.
­Y ¿adónde puede él estar que nosotras le podamos ver ­replicó la dueña­, si en esta casa jamás entró otro hombre que nuestro dueño?
­Ahora bien ­dijo el negro­, no os quiero decir nada hasta que veáis lo que yo sé y él me ha enseñado en el breve tiempo que he dicho.
­Por cierto ­dijo la dueña­ que, si no es algún demonio el que te ha de enseñar, que yo no sé quién te pueda sacar músico con tanta brevedad.
­Andad ­dijo el negro­, que lo oiréis y lo veréis algún día.
­No puede ser eso ­dijo otra doncella­, porque no tenemos ventanas a la calle para poder ver ni oír a nadie.
­Bien está ­dijo el negro­; que para todo hay remedio si no es para escusar la muerte; y más si vosotras sabéis o queréis callar.
­¡Y cómo que callaremos, hermano Luis! ­dijo una de las esclavas­. Callaremos más que si fuésemos mudas; porque te prometo, amigo, que me muero por oír una buena voz, que después que aquí nos emparedaron, ni aun el canto de los pájaros habemos oído.
Todas estas pláticas estaba escuchando Loaysa con grandísimo contento, pareciéndole que todas se encaminaban a la consecución de su gusto, y que la buena suerte había tomado la mano en guiarlas a la medida de su voluntad. (...)
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